lunes, 26 de marzo de 2018
Hemorragia
Anselmo volvió a sentir. De repente, y más en serio que nunca, volvió a sentir. Esta vez creyó ser correspondido. No se equivocó tanto, pero sí en el grado de afecto que le tocó recibir. Quizá confundido por las señales, después de negarse a ser querido durante toda su vida, algunos gestos y algunas expresiones le hicieron creer más de lo que era. "No estamos en la misma sintonía", dijo. Pero no estaba convencido, lo decía para producir una reacción que no fue. Al rato, se lo confirmaron. "Será que no estamos en la misma sintonía". Fue así de duro, pero en medio de otras palabras, pasó como si no lo fuera.
Es increíble, pero el inconsciente de Anselmo a veces juega malas pasadas. Esta vez no fue la excepción. Al contrario, quizá la psiquis nunca le jugó tan mal. Engañosa, traicionera, le hizo creer que todo era potencia, que alguna vez podría ser acto. Ver con claridad que eso es así, después de arrastrarlo a las lágrimas, lo terminó ayudando. La claridad es enceguecedora, pero es cierta, está ahí. La oscuridad, por el contrario, es por definición opaca. Y esa opacidad engaña, oculta. Por eso lo peor suele esconderse en la oscuridad. Anselmo siempre lo supo.
Quizá fue su dignidad, quizá otros mecanismos de defensa por demás entrenados, que lo hicieron levantar la guardia. Pero ese breve instante en que la bajó bastó para que el filo de la lanza penetrara su carne trémula. El cuero puede ser duro, pero debajo de eso, en los tejidos por donde pasa la sangre y el oxígeno, todo filo penetra como si fuera manteca. La resistencia es casi nula. El desgarro está, pero lo Anselmo lo pudo frenar a tiempo. No escribió cuando estuvo abierto a soñar, y de eso se arrepiente. Pero quizá haya servido para no caer en la idealización, en esa falsa melodía de amor que cuando no es, no es.
Anselmo suena frío. Cree haber entendido todo. Cree tener todo resuelto. No sabe que le esperan momentos de agonía y duelo intenso. Presiente que todavía debe derramar lágrimas de nuevo, que una vez cada muchos años, algo sucede que lo termina arrastrando hasta ahí. Pero si ahora no está llorando, es porque la preservación cuenta, y porque sus músculos tensos necesitan descansar. Anselmo tiene todavía que inhalar mucho humo negro para volver a enmugrecer sus cuencos. Tiene todavía que sentirse rancio para volver a estar puro y fuerte. Para volver a sentirse firme y caminar. Para volver a pensar, quizá a dejar de pensar después, y quizá finalmente volver a sentir lo que, nunca se sabe, puede ser el amor.
domingo, 23 de abril de 2017
Que alguna vez fue feliz.
Anselmo hoy teme. Tiene miedo de ser sorprendido en plena noche por su propio pasado. Tiene miedo de que esa vieja felicidad vuelva para atormentarlo. Tiene miedo de que ese viejo amor lo abrace con fuerza y lo haga sufrir. Anselmo sabe que nunca más podrá volver a amar así. Por nada sufre más que por esa razón.
Anselmo sufre cuando recuerda. Sufre cuando recuerda que alguna vez fue feliz.
viernes, 29 de julio de 2016
Sólo en el puerto florece el desamor
Fines de julio. Deben haber pasado por lo menos nueve meses desde que Anselmo dejó de sentir el amor. No ese amor idílico, agradable, placentero. El amor que siente Anselmo siempre es ese que conlleva angustia, dolor, soledad. El que procura no revelarse, en un acto de entereza y distinción que sólo le permite obtener la desdicha propia de quien sufre a escondidas.
Y ahora, en silencio, ante el entusiasmo ajeno sobre quien Anselmo ama, preso de su altura y decidido a no ceder en su pulsión por amar en secreto, escucha a su vecino confesarle su amor por la susodicha. Si hubiera un Dios, así no lo querría. O será tan bicho de disfrutar sembrando encono y distancia en aquellas cosas que tienden a transitar juntas.
El vecino de Anselmo vive, como él, en un viejo galpón de madera en el puerto. En verano hace ese calor soporífero que apenas deja respirar. El hedor pestilente de los restos de pescado pudriéndose debajo del muelle invade sus cuartos, que a la vez cumplen funciones de comedores, cocinas y salas de estar. En invierno, sufren con el frío húmedo que cala los huesos y despeja el olor, pero que no deja dormir porque los pies tiritan mientras la luna se esconde.
El vecino es también, si se quiere, el único amigo. Así deben pensarlo los dos, conscientes de que aquel con el que uno bebe más de un vaso de vino, durante varias noches seguidas y en seguidillas de vez en cuando, es socio de su destino, pendiente de cuanto ocurra con el que termina siendo no menos que el único compañero en esa larga y constante espera de la muerte.
-¿Y para qué es todo esto?- se pregunta Anselmo al recostarse en la noche fría envuelto en frazadas raídas. Mira los troncos que sostienen el techo de madera, a la merced de la próxima tormenta. Y suspira hondo, ruidoso, casi resoplando. Hasta los peces muertos deben notar su hastío. Duele. El corazón duele. Pero no hay más que hacer cuando se elige ese modo de transitar la vida.
Tendrá que soportar que el vecino, ese al que le supo conferir sus mayores secretos, duerma abrazado por la mujer que él ama y desea. Y no sufra el frío. Quizá por ver y llevar la vida de otra manera. Quizá por alguna otra razón. Quién sabe.
viernes, 10 de junio de 2016
De nobleza está hecha el alma
Anselmo se siente en falso, y hasta pierde entusiasmo al respirar cuando no se topa con algo de nobleza en el transcurso de su vida. Será por eso que merman las pulsiones vitales de Anselmo a medida que pasa el tiempo. Mientras la nobleza se rompe, se corrompe y se pierde alrededor suyo, las sensaciones de Alselmo se pierden.
¿Qué puede ser de un hombre sin sensaciones? No es nada un tipo que no siente. A medida que la razón avanza sobre la sensibilidad, nada se puede rescatar de Anselmo. Quizá por eso Anselmo ya no escribe. Anselmo ya no canta. De Anselmo no se escucha más música.
Hoy, el Anselmo que otrora fue hombre sensible, más parece refutador de leyendas. Ese Anselmo, condenado por la mecánica de una sobrevida rutinaria, nada tiene por hacer. Si algo de alma quedara dentro de Anselmo, quizá estas fueran sus palabras de despedida.
Pero un hombre nunca puede rendirse, siquiera en su faceta más nostálgica.
Será por eso que cuando amanezca por la mañana, quizá Anselmo aún respire.
Y así pasen los meses.
Y así pasen los años.
Y así pase su vida.
Anselmito.
miércoles, 21 de octubre de 2015
El que todo lo puede
Invadido por la incontenible ansiedad de cumplir con sus propias promesas, Anselmo cree que puede.
Pero no.
Y ahí está Anselmo. Sólo y sin poder.
martes, 20 de octubre de 2015
Una sombra
martes, 10 de febrero de 2015
Mafaldita, ¿dónde estás?
Anselmo está preocupado. Una vez, una morocha lo bautizó Felipe, por su parecido con el personaje.
-Entonces a vos te tengo que llamar Mafalda- sonrió Anselmo.
Ella, pícara, no lo soltaba, no lo dejaba ir. Le daba vueltas alrededor, lo seguía, lo llamaba. Le proponía encuentros, salidas, diferencias.
-Yo te voy a enseñar a vivir- le llegó a prometer.
En otra oportunidad, no mucho tiempo después, lo miró fijo, seria. Y soltó la bomba.
-¿Vos sabés que yo tengo novio? Espero no malinterpretarte, y ojalá me esté equivocando. Pero quiero dejarte claro que no me interesa tener nada con vos que no sea esta linda amistad.
Pobre Anselmo. Soltó una carcajada, se hizo el sota y sonrió. Quizá sus ojos fueran más sinceros que su boca. Por dentro estaba destrozado. Pero lo más feo fue que al tiempo lo empezó a llamar menos. Se empezó a aburrir de sus encuentros. Cada vez la seriedad asaltaba más sus conversaciones.
Un día lo dejó de llamar. Pero lo que es peor: nunca le enseñó a vivir.
sábado, 22 de noviembre de 2014
Anselmo, Cuero y Floreal Ruiz
martes, 18 de noviembre de 2014
"Aquel otoño", o "Cómo un gato viejo desenmascaró la falsedad del hombre"
lunes, 17 de noviembre de 2014
Identità
Sabe que forma parte de un todo, de un algo indescifrable cuya música es indeleble.
Aprendió palabras, de muy chico. Se obsesionó con ellas, e intentó entenderlas, estudiarlas, destruirlas y sintetizarlas otra vez. Pero nunca logró hacerlas suyas.
Nunca entendió por qué no siente todo aquello que lee y escribe, por qué todos esos papeles amarillentos que se mojan con la lluvia cada vez que busca la tormenta en su ventana no dicen nada verdaderamente de él.
Nunca entendió por qué todo eso que siente, todo eso que sufre y todo el dolor en que se regodea, todo eso que contempla con amor y paciencia, no tiene ningún nombre ni palabra que lo defina o que lo explique.
Anselmo es una metáfora.
Es una semilla que nunca va a germinar, un árbol viejo que ya murió. Es el viento seco que arrastra polvo y hojarasca. Es la lonja viva de un tambor que se calienta al fuego antes de salir a vibrar cuero en pleno carnaval. Es esa luz amarillenta que un farol porteño desparrama sobre los adoquines del barrio profundo de La Boca. Es el acorde de una guitarra en una milonga de hace un siglo.
Es el crujir en la madera de un bandoneón reparado una y mil veces y que sigue gimiendo tangos desde un banquito de plaza en pleno invierno. Es la sal que invade todo el embarcadero, en ese puertito olvidado de un caserío costero de la provincia de Buenos Aires. Es la pólvora y los residuos de metal que acarician la mano de algún asesino después de disparar su revólver. Es el maullido de un gato que se recuesta sobre una medianera a esperar que salga el sol.
Es la lágrima de ese purrete que siente que el mundo se acaba si no la vuelve a ver. Y es ese purrete también.
Todo eso. Todo eso y nada.
Todo eso y nada.
Nada.
Es Anselmito.
Y esa es su contradicción.