viernes, 30 de abril de 2010

Román, asustado.

Si, se sentía asustado. Las 24 horas del día, los 356 días del año. Vivía asustado. Un tipo con miedo, no un cobarde, pero sí miedoso. El tipo había nacido en una familia golpeada, y como dicen "lo que no te mata, te hace más fuerte". En este caso, Román había muerto en vida. Sentía, sí, pero era imposible que se le cruzara por la mente la sola idea de felicidad, porque era consciente que muchas cosas se le podían acercar, pero sabía que estaba muy lejos.

Román era uno de esos tipos que no están nunca con una mina, por miedo a lo desconocido. De los que se cuidan de no comer afuera porque la comida tiene gérmenes o puede estar mal cocinada, de los que cuando van a un baño público se lavan las manos diez minutos y se las secan agitándolas al aire, para luego preguntarse cómo harán para abrir el picaporte sin contaminarlas de nuevo. Román era de los que esquivaban a la gente con pavor, y que no podían viajar en colectivo o subterráneo si éste no iba vacío. De los tipos que se ponen nerviosos cuando la gente les habla, y que cuando no se logran hacer entender prefieren dar la razón y que parezca que lo que pensaban no era importante.

Los amigos de Román siempre decían "a este lo tiene que agarrar Mercedes, una mina que lo lleve de la mano, que sea suelta, que tenga calle". Pero a Mercedes recién le empezó a gustar cuando Román cumplía los 32, aunque "gustar" es un decir. Empezó a estar con él por ternura, y no lo dejó por pena. Mercedes era todo lo contrario a Román, y por eso le había pedido casamiento (sí, ella se lo pidió), porque necesitaba un contrapeso, necesitaba conocer el equilibrio. Mercedes lo empujaba a Román a la calle, a encontrarse con los muchachos del club, la gente del barrio. Así se ganaron el afecto de la gente, porque eran una pareja despareja, y porque no le hacían mal a nadie.

Cuando Mercedes se despertaba a la mañana, notaba que Román ya estaba despierto, que permanecía mirando el techo, pensativo. Muchas de esas mañanas, al sucumbir su soledad con el amanecer de Mercedes, Román compartía con ella alguna de sus reflexiones matinales. A veces eran del tipo de "los únicos seres altruistas en el universo son las hormigas", pero muchas otras eran pensamientos temerosos que revelaban su esencia oscura y asustada: "bastan un par de partículas de aire ingresando al torrente sanguíneo para acabar con una vida humana.. somos frágiles, Mecha, una vacuna mal puesta y nos vamos del otro lado".

Mercedes se levantaba mientras Román seguía meditando y preparaba el mate. Luego lo oía comentar las posibilidades que existen de terminar la existencia de formas rotundas y azarosas, siempre muy extrañas. Según Román, siempre latente, la muerte nos acechaba en cada esquina, o en cada momento de nuestra vida. Comiendo una hamburguesa mal cocida, morían 2 de cada 1000 niñitos yankis cada año. Por cada uno de esos niñitos yankis, sucumbían cerca de 200 criaturas nigerianas por no poder beber el agua suficiente bajo el sol asesino del tercer mundo. Así mismo, en Finlandia, decía Román, se suicidan más de 150 personas por semestre, casi todos hombres; pero lo peor es que todos lo hacen desde edificios de gran altura, y seis de cada 50 de esos suicidas caían (según Román) sobre uno o más transeúntes simultáneamente. También, por derrumbes imprevistos de balcones, en Buenos Aires, más de uno terminaba en la morgue.

Mercedes le decía que no tenía por qué pasarle eso a nadie, que no era normal o que por lo menos sucedía lejos, que en su barrio nadie había muerto de formas tan nefastas, y que él mismo, Román, no conocía a nadie que tuviera conocidos, amigos o familiares que hubieran resultado lastimados por cosas similares. Román la miraba y esbozaba algo parecido a una sonrisa. Ella ensayaba su cariño abrazándolo, y en cada abrazo le daba la fuerza para enfrentar el día, le daba la energía y le signaba su suerte.

Un día Mercedes se enfermó de apendicitis, y al primer día que cayó en cama, comenzó a absorber ese temor que Román dejaba, mañana a mañana, sobre las sábanas. Al tercer día no quiso oír más esas pesimistas probabilidades de sucumbir en episodios extraños y le negó el abrazo diario. Le dijo, textualmente, que no le volvería a dar un abrazo hasta que no fuese más optimista y dejara ese temor de lado, "no vivas más asustado".

Román salió de la casa y caminó hasta la esquina obnubilado por las palabras de Mercedes, y al cruzar la calle, sin levantar la vista de los adoquines grises, el coche 54 de la línea 126 de colectivos lo embistió con toda su furia real, alejándolo más de veinte metros antes de tocar el suelo con su cuerpo inerte. Ese día, Román dejó de temer.

domingo, 4 de abril de 2010

"Aturdido y abrumado"

Resopla, bufe. Es domingo y el vagón está vacío. Sobre el marco de madera de la ventanilla, está apoyado el brazo derecho, y sobre ese antebrazo está apoyada su cabeza, mirando hacia "afuera", ahí abajo, hacia el hueco enorme que hay antes de llegar a Plaza Miserere. El tren está quieto, quizá hay demora, o por ahí se apuró mucho y ahora tiene que hacer tiempo, los domingos a la mañana no hay mucha frecuencia, y no viaja nadie. Él piensa en otra cosa, no le importa cuánto tarde, si no tiene adónde ir.

Todavía no se olvida de la cara que le puso Cecilia al abrir la puerta y verlo entre los ocho que llegaban a la fiesta. Pasó de la sonrisa más hermosa y sincera a la más sencilla mueca de desagrado. Incluso lo evitó sin disimulo al saludar a los otros siete, uno por uno, con un beso en la mejilla. Él se empeñó toda la noche en no incomodarla, pero tratando de encontrar el momento para acercársele y hablarle un poco, aunque fuera para preguntarle, sinceramente, por qué esa actitud para con él.

Se apagan las lámparas del vagón, debe haber algún desperfecto, y sólo le ilumina la cara un tubo de luz blanca lejano del hueco enorme donde se cruzan todas las vías, allí donde está el pequeño taller subterráneo. Siente el olor del azufre, y se acuerda de ella. Esa asociación lo mata... porque la primera vez que le habló fue ahí abajo. Puede que tenga que empezar a viajar en bondi, pero no puede esquivar aquella sensación toda la vida. Alguna vez va a tener que tomar el subte de nuevo, y volverá a sentir esa fragancia de clavel que se le figura al hacer contacto con el olor categórico del azufre. Para peor, es una sensación que lo atrae al mismo nivel que él la rechaza, y esa relación de amor y odio tiende a inclinarse por la debilidad, esa que lo termina volcando a viajar en subte aunque sea para sentir el olor y volver a maquinar.

La misma determinación de bajar los escalones de la boca del subte, de pasar los molinetes después de pasar el boleto, de subirse al vagón vacío y sentarse junto a la ventanilla, bajarla y asomarse; es la que lo hace seguir pensando en ella, porque todas esas pequeñas acciones forman parte del mismo acto. Y él sabe que su confusión está ganando y lo lleva por el camino de la frustración, al mismo tiempo que se acerca a la estación Pasco.

Y sabe que cuando se baje va a estar decidido a olvidarse de esa situación y que se va a ir asumiendo que estuvo mal, va a subir los escalones pensando que igual está pensando en eso, y que la debilidad sigue ganando, y que sigue imponiéndose la frustración. A todo esto ya el tren parte de Sáenz Peña.

Y es en Lima que se convence de que toda la gente que pasa por arriba de su cabeza no está pensando en las mismas cosas, y recuerda que la actividad es lo que debe mantenerlo vivo, que debe salir del pozo, que debe salir del túnel, que debe abandonar ese círculo vicioso que lo encadena al fracaso y que es pura ficción mental, creación de su cerebro aburrido.

Por eso en Perú termina de escribir estas palabras y las arruga estrujando el papel, sabiendo que el trozo de vida que él vuelca en la celulosa será triturado por alguna procesadora de basura cuando recoja la bolsa del tacho público donde él la está arrojando; aunque guarda el mínimo temor a que alguien meta la mano en la bolsa antes que el recolector, que tome este trozo de papel estrujado y permita que las palabras sigan viviendo, como aquel momento en que las escribió, y que ese pedazo de vida que él quería que fuese triturado, siga viviendo, quien sabe, si en esta, mi propia transcripción.

La rumba se ríe, no sabe si es rumba.

Hay un muerto que no volverá a vivir. Don Anselmo. Fue un momento nada más, en una eternidad. Pero un momento que lo marcó para siempre, y hay una sensación que cada vez que lo visita, lo destruye por dentro completamente, casi como cuando se anuncia el deceso de un ser querido, o quizá más. Cuando ve esos textos, cuando toca esos mismos papeles, cuando hace cálculos del tiempo pasado. Ahí es que absorbe aquella desgracia en toda su magnitud, y se traslada al momento. Lee la respuesta de sus cartas, y más le duele. Creer que sería otra vida, y uno piensa "qué estupidez", pero no, hay indicios para pensar que podría haber sido otra vida, absolutamente opuesta o diferente, ni mejor ni peor, pero donde a pesar de otros males, y a pesar de los pesares, no existiría esta sensación. La del recuerdo triste, casi melancólico, un recuerdo devastador.

Anselmo amó y ama. Pero le importaban demasiado las consecuencias como para dar un paso. Hoy sigue enamorado, de aquella sensación que supo sentir, de aquella imperfecta dama que quiso amar, aún así sin darse cuenta; sin medir las consecuencias. Qué paradoja, Don Anselmo sigue enamorado del amor, y no ha vuelto a sentir nada igual. Y qué paradoja, que por proteger aquello que había construido, no se animó a expresar ese amor genuino que lo carcomía, y hoy todo eso yace en ruinas, justamente por no haberse expresado debidamente, en aquél momento y a aquél raviol que posiblemente lo amara. Hoy ya sabe que todo lo bueno es perecedero, y preferirá ser él quien decida cuándo poner fin a esa felicidad, voluntariamente, antes de que el mismísimo destino le ponga una mano encima y se la saque cuando más la necesita. Sin embargo, ya es muy tarde, y el cielo infinito no le dio el amparo que esperaba, ni se lo hubiese podido dar aún con las mejores intenciones, tampoco aquellos rizos revolucionarios, ni muchas otras Mujeres, con mayúscula, porque merecen todo el respeto.

Y ya no es una espina, de alguna manera; porque ya no hay nada que hacer. Simplemente es una herida abierta, de esas que ya han perdido la esperanza de sanar; y cada vez que llueve, y que una gota impacta sobre la carne al rojo vivo, Anselmo grita. Este es uno de esos gritos, porque a Anselmo ya no le interesa el eco que puedan tener. Sólo grita, bien fuerte, para liberarse. Grita porque necesita desahogarse, porque recuerda imágenes, experiencias, que no han valido tanto como él creía que valían.. o que sólo han valido para él, y que otros no consideraron indispensables. Don Anselmo acepta como son las cosas, pero no se irá sin dejar claro cómo fueron para él, y qué profundidad tuvieron.

En ese momento, Anselmo baja de la bicicleta oxidada, la deja caer sobre los adoquines, da unos pocos pasos atropellados hacia el río y grita. No hay rambla, pero no piensa en tirarse, sabe que sería muy egoísta. Don Anselmo acumula ya suficientes años para entender que nunca ha estado acompañado, y que sus lágrimas no han sido en vano. Sabe que no puede darse por vencido y abandonar sus ideales, porque sería traicionase. Y a pesar de saber que todo aquello realmente existió, no confía en volver a sentir algo parecido. Quizá porque no lo desea. A fin de cuentas, siempre estamos solos... piensa.

Morirá en la gloria, eso es seguro. Y morirá contento, pero infeliz. Por la traición, por la mentira, que es lo único que le quita el sueño.