jueves, 14 de noviembre de 2013

La patria es el otro

No es casual que el cielo derrame sus lágrimas, caprichoso, cuando volvemos a levantar las banderas de los militantes de ayer y hoy, también los de mañana. No en vano decidimos integrarnos a un colectivo que no tiene héroes, próceres o mártires, sino protagonistas de la historia y de la lucha, compañeros que dieron su vida por una patria más justa, por los descamisados, los que fueron condenados a la marginalidad por un minúsculo grano de pus, en medio de una humanidad tan heterogénea.

El fuego no puede sino recordarnos las quemaduras de aquellos que dieron su cuerpo, las llamas protegen ese espíritu que los llevó a la vida eterna. Las lágrimas no pueden sino evocarnos el sufrimiento de callar, ante la interrogación siniestra de una inquisición política. La sangre no puede sino reafirmarnos en la certeza profunda del compromiso real por el otro. El otro que no es ajeno a uno mismo. Porque cuando se ama, no se puede sino amar a otro. Cuando se sufre, no se puede sino sufrir por otro. Nada seríamos, nada haríamos, nada querríamos hacer, sin la inevitable emoción por el otro. Por qué dejarlo de lado ahora, justo ahora, cuando debemos decidir por el destino de un pueblo que lo tiene no como participante, sino como mismísimo protagonista.

Somos el otro. Somos ese que nunca debió ser marginado. Somos la sangre de los caídos, la carne desgarrada del torturado. Somos el frío de los huesos del descamisado, y el sudor de la frente del peón explotado. Somos el fuego, el agua, el aire y la tierra. Somos la vida, el amor, la tristeza y la alegría. No somos miedo. No somos uno. No somos odio ni represión. No somos mierda ni hipocresía. Somos la organización del pueblo, somos el pueblo organizado. Somos la militancia que nunca cesa, la transformación pendiente. Somos ayer, somos hoy, somos mañana. Fuimos ayer, seremos siempre. La patria es eso. La patria es el otro.

El agua alivia, pero condena. No salva al pobre ni al marginado, porque lo arrastra y lo desguarnece. Diluye el odio, desangra el alma. Desata nudos y arrumba puentes. Inunda camas y abre las puertas de allí, de ese lugar tan cercano, pero tan distante. En el agua de lluvia se confunden las lágrimas de los que, insomnes, rehusamos refugiarnos bajo un techo. Los que, indignos y avergonzados, nos ponemos a la par de aquel otro que desea poder elegir. En el agua se apagan los fuegos del odio, pero nunca se acallará nuestro espíritu.