lunes, 30 de marzo de 2009

La langosta gris y otras criaturas.

Una criatura arrastrada por la ráfaga de viento del sur que roza suavemente la superficie a su veloz paso por el suelo árido y resquebrajado. Una criatura a cuyos días de vida les ha faltado mucho color. Una criatura que desea ser verde chillón y sin embargo se confunde en la triste escala de grises. Una criatura que se asemeja a un montoncito de ceniza, que viaja a través de la brisa.

Un grupo de enfermizas calabazas azules que se burlan de la langosta gris resguardadas por la dulce sombra cómplice del árbol de naranjas amarillas. Un montón de tomates amarillos que señalan con el tallo a aquél gato feroz que les arrancará sus semillas.

Una luna pequeña, del tamaño de la bola ocho de pool, del color amarillento del papel antigüo. Un pacífico chancho tirado contra el muro de adoquines silvando una melodía arrabalera inconfundiblemente porteña. A su lado, un perro vagabundo con un rostro muy fácil de olvidar.

Un cielo dorado, una bóveda de cobre machucado que cubre a esta burbuja de la lluvia torrencial de realidades que inunda el valle inmaculado de la mentira. Una mentira que se empeña en ser el mundo real, aquél que dice albergar a todos, sin distinción de "cualidades o accidentes". Aquél mundo hipócrita que no vacila a la hora de decidir la muerte de esos seres que le dan vida a este relato.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Mística natural.

Una Barcelona otoñal con un cielo dorado y calles de betún. Una calle con casas de adobe, el sendero adoquinado. Una chica que se apoya en el marco de la ventana de su casa con medio cuerpo afuera, mirando cómo las hojas secas se arrastran y se frenan, se arrastran y se frenan, como quedan trabadas en los adoquines, se destraban, se elevan pulgadas, bajan, mueren. Pasa un muchacho atento de no pisar ninguna hoja, como si fueran pequeñas criaturitas vivas, esquivando manadas de hojas secas que se levantan y se chocan en sus alpargatas.

(Una mirada, una mano extendida que invita a danzar entre la brisa templada)

Sus cuerpos se mezclan entre si, con el viento y con el sudor, se forma un clima calido, con roces. La pasion se desata entre medio del baile. Se siguen los pasos perfectamente. Como si estuviera ensayado.

Los pasos aceleran, no hay música pero siguen un ritmo. Las miradas profundas los guían, dos absolutos desconocidos, unidos por el atardecer. Se comienzan a escuchar palmas flamencas de aquellas muchachas enamoradizas que se asoman de los balcones abandonados. La conexión se acentúa, se abstraen del suelo adoquinado, se transportan a la bóveda amarillenta que reemplaza el cielo. Las palmas se oyen como latidos, internos, amortiguados por sus firmes pasos de cigarra. El sudor se mezcla, como lágrimas de pasión que se pierden entre los románticos que se acercan a apreciar ese designio de la naturaleza mística.

No hay sonido. Solo los tacos y las palmas que componen un ritmo acalorado.

Por,
Anselmito y Lo Artesanal.

domingo, 22 de marzo de 2009

Puertito Don Anselmo

Don Anselmo hoy no ha ido al muelle, desconcierta su destino errante, el puertito amaneció desierto, falta su caña de sueños flotantes.

La gente del bar se asoma por las ventanas sofocadas, observa el paso torpe y bizarro de Anselmo con su caña de sueños flotantes. Todos saben que después de esperar el paso de los camiones por la Avenida de la Trucha para poder cruzar, advertirá, ya con un pie en el charco, que ha olvidado su desvencijada bicicleta en el muelle derruido. Música serbia de trompetas lo acompaña tropezando con sus inmanejables piernas quebradizas. La caña le llega a los hombros, y le permite pescar a distancia medianas criaturas deprimidas, que vagan en busca de la redención alrededor de los postes que sostienen el muelle, esperando que Anselmito las rescate de su tedioso destino inmenso e interminable. Pero cuando los violines no resuenan en el bar del puerto, inundando de música aquel vacío cubierto de hondas aguas azules, Anselmito deja llevar su alma por la brisa moldava y, húmeda de sus pensamientos, transporta su pesar bajo las tristes gotas del ser y libera sus ansias, trascendiendo el umbral de la realidad. Mientras sueña con el regreso de su padre de aquellas tierras desiertas de esperanza y atestadas de una soledad inconmensurable, sus colores se pierden en un acordeón gastado que lo acompaña colgando de su hombro. Cuando despierta de esos sueños infinitos, observa el cielo, convencido de que nunca dejará de sonar el último latido de su acordeón, y olvidando el destino de las criaturas que lo protegen, corta la tanza de su caña en un intento de simbolizar su libertad y deja caer la plomada y el anzuelo hacia las profundidades de la ribera. Las truchas, ya acostumbradas a este ritual incomprensible, observan caer a pique la plomada sobre un pequeño cúmulo de otras ya erosionadas y comprenden que ya es mediodía. Seguirán vagando en las inmensidades, con una mínima esperanza de que Anselmo las libere de su penoso vacío al amanecer el próximo día.

Pero desde el bar no ven detenerse a Anselmo para recuperar su bicicleta, y sospechan lo peor, ya que Anselmo observa el suelo, abstraído de la bóveda celeste que lo protege en su cárcel de infelicidad y esperanza. La vida está cambiando en este recóndito rincón del universo, todos lo advierten al dejar de tocar sus violines y dirigir su mirada al muelle, donde reposa apaciblemente la oxidada bicicleta de ruedas infinitas. Sólo las truchas han notado que ese día ninguna plomada ha ido a reposar en el histórico cúmulo ritual, y que la redención que tanto anhelaban, nunca habrá de arribar a sus aguas vacías.