domingo, 30 de junio de 2013

Gracias, compañero.

Hay presencias que son tan fuertes, tan potentes y reales, que en los momentos en que uno quisiera poder verlas no necesitan corporizarse para demostrar que están ahí. Son quienes envían su emoción desde dondequiera que estén, para que a uno no se le olvide que siguen pendientes de lo que nos pasa, porque no abandonan, porque estuvieron siempre y lo estarán. Porque a veces hasta se permiten confiar un consejo, hacer oir su voz, mostrarse en el rostro de algún otro. Un anónimo en el subte, en el colectivo o en la calle, que por un segundo, o menos, se convierten en quien dio la vida por la patria, el que dio la vida por el otro. Porque la patria y el otro son lo mismo.

Dar el ejemplo fue la premisa de todos ellos, en este caso de uno, que estuvo tan presente en estos días, y no me imagino lo que lo va a estar en los próximos meses. De ese compañero aprendí mucho. Pero sobre todo aprendí a asimilar una gran lección, una enorme filosofía que me marcó a fuego (hasta en la piel) y que espero ser digno para poder honrar. Me enseñó que hay solo dos opciones para elegir en la vida, y él eligió una para consagrar su alma en la lucha revolucionaria: libres o muertos, pero jamás esclavos.

Que se levanten todos!

martes, 4 de junio de 2013

Pupila profunda.

Son los labios. Lo que lo vuelve loco son sus labios. Los labios, la piel, la voz y el pelo. Lo vuelve loco esa piel, el color casi moreno, pero tez clara al fin. Suave pero curtida, piel sensible. Le gusta esa piel, pero no puede tocarla. Quizá nunca la haya sentido. ¿Cómo puede estar seguro de esa textura? La voz tenue, segura pero quebradiza. Femenina. Seductora. Cuando habla, sus palabras parece que la desnudaran. No puede evitarlo. Sólo puede seducir. "Quizá elige las palabras", piensa. Como si tuviera esa intención, al hablar distrae. No importa de lo que hable. El pelo negro, largo y lacio. Pelo azabache de femme fatal. Común, pero hermoso, de morocha argentina.

La pera. Siente la yema de su pulgar acariciando esa curva minúscula, perfecta. Se imagina cerca, cara a cara, a centímetros, sintiendo su aliento. Los otros cuatro dedos arrastrándose sedosamente en la mejilla. A ella se le escapa una mueca risueña. Se le hacen pocitos en el cachete. Sube la mirada a sus ojos. Se la encuentra, en esa inmensidad marrón oscura. Jamás podrá penetrar ese punto negro donde se esconde su alma. Pupila. Jamás sabrá lo que pasa allí dentro. Profunda. Jamás la conocerá bien.

La mano izquierda. Aparece ella, viva. Lo acaricia. Se deshace. Él escucha dos palabras, en voz baja. Casi inaudibles. Quebradas. “Te amo”. Muere por creerle, pero no. Eso lo distancia. Él se pone a su merced, ido en sinceridad. Responde igual. Su tono refleja la entrega. Le tiembla el pulso. Gira la mano. Esta vez la acaricia con el revés, quizá más sensible aun. Entrecierra la mano, suavemente. Arrastra sólo el revés de las falanges. Ella cierra los ojos, lentamente. Anselmo despierta.


Va al escritorio, prende una vela, toma la pluma y escribe. Al terminar, piensa en meter la hoja en un sobre, en echarlo en su buzón. “No”, se siente violentado. Sufre. Si hubiera una cartelera, quizá, un lugar público donde pudiera exhibirlo... Anselmo va y la arroja al baúl. Un viejo baúl apolillado. Sabe que ella jamás la va a leer, pero la guarda en vez de quemarla. Muy en el fondo guarda alguna esperanza.