martes, 19 de agosto de 2014

Franco

Anselmo es Franco. Y Franco es Anselmo. En cada una de sus partes. En toda su inmensa pequeñez. En su sencillez, y en todas sus complejidades.

Franco quiere ser Anselmo, pero la vida no lo deja. No sé si se la hace más fácil o si se la complica más. Pero la vida no lo deja. Entonces, es Franco.

Sufre tanto como Anselmo. Quizás más. Cayéndose y volviéndose a levantar, insiste. Tozudo, terco, envejece el doble de lo que los rodean. Envejece aún más rápido que Anselmo, que nació viejo. Anselmo nunca podrá expresar esa sensación que empuja a Franco a escribir, y que Anselmo cree que todos sienten.

Anselmo no entenderá jamás ese vacío que a Franco le brota del pecho. Ese vacío que le dice que al fin y al cabo, estamos solos en la vida. Que no hay nadie que pueda estar tan cerca de su corazón como para susurrarle todas las mañanas que tiene que levantarse y seguir. Que nadie podrá nunca estar tan cerca de su corazón para hacerle creer que no está tan solo en esa gran batalla que es la libertad.

Esa tristeza inconmensurable que es saber que en el fondo, lo único que hay, es uno solo, con su ser.

Y esa tristeza también, es solo una más.