lunes, 17 de noviembre de 2014

Identità

Anselmo es en sí mismo una metáfora. Todos lo somos. Pero él lo sabe.
Sabe que forma parte de un todo, de un algo indescifrable cuya música es indeleble.

Aprendió palabras, de muy chico. Se obsesionó con ellas, e intentó entenderlas, estudiarlas, destruirlas y sintetizarlas otra vez. Pero nunca logró hacerlas suyas.

Nunca entendió por qué no siente todo aquello que lee y escribe, por qué todos esos papeles amarillentos que se mojan con la lluvia cada vez que busca la tormenta en su ventana no dicen nada verdaderamente de él.

Nunca entendió por qué todo eso que siente, todo eso que sufre y todo el dolor en que se regodea, todo eso que contempla con amor y paciencia, no tiene ningún nombre ni palabra que lo defina o que lo explique.

Anselmo es una metáfora.

Es una semilla que nunca va a germinar, un árbol viejo que ya murió. Es el viento seco que arrastra polvo y hojarasca. Es la lonja viva de un tambor que se calienta al fuego antes de salir a vibrar cuero en pleno carnaval. Es esa luz amarillenta que un farol porteño desparrama sobre los adoquines del barrio profundo de La Boca. Es el acorde de una guitarra en una milonga de hace un siglo.

Es el crujir en la madera de un bandoneón reparado una y mil veces y que sigue gimiendo tangos desde un banquito de plaza en pleno invierno. Es la sal que invade todo el embarcadero, en ese puertito olvidado de un caserío costero de la provincia de Buenos Aires. Es la pólvora y los residuos de metal que acarician la mano de algún asesino después de disparar su revólver. Es el maullido de un gato que se recuesta sobre una medianera a esperar que salga el sol.

Es la lágrima de ese purrete que siente que el mundo se acaba si no la vuelve a ver. Y es ese purrete también.

Todo eso. Todo eso y nada.
Todo eso y nada.
Nada.
Es Anselmito.
Y esa es su contradicción.

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