viernes, 17 de enero de 2014

Contracción (ruidos diversos hay en la noche)

El hombre se calló la boca. Hizo silencio. Pasaron años y sólo leía y contemplaba. Su silencio, cada vez más atronador, era el lastimoso gesto de dolor que no transmitían sus manos al apretar los lomos de esos libros. Voraz, acababa con cada página sin el más mínimo descanso. En el reflejo de sus ojos se podía ver la resignación hecha carne y fuego. En su iris estaba esa lágrima fundida que seguía amordazada y encadenada a su memoria. Sus carceleros, esas cicatrices de tanza no permitían que se escurriera por su mejilla, resquebrajada y seca.

Arremangada, esperaba sentada en su cama. No sabía qué. Pero hacía años que esperaba, observando detenidamente sus dedos, como si de allí pudieran brotar raíces de fulgor. Esa fuerza que le oprimía el pecho llevaba sus latidos hasta la vista. Los ojos, inyectados en sangre, latían al ritmo revolucionario de su corazón. Cada latido era un fogonazo de su fusil imaginario. Algo de ella percibía la vida y la muerte de su habitación. No sabía ella qué era lo que esperaba. Tampoco sabía que las paredes que la rodeaban habían sido regadas de sangre, en la ejecución de aquellos hombres y mujeres que gemían como calandrias ante la tortura, sin resignarse a sentir el amor.

Él lo sabía, pero callaba su dolor y se obligaba a soportarlo, desgarrador y cobarde. Ella percibía la fuerza de esas manos tensas y retorcidas, esas que resistían la picana y el azote, inmersas en agua mugrienta, sangre, sudor y lágrimas. Los músculos contraídos, tirantes y violentos le oprimían las sienes. Esa fuerza arrancaba su propio pellejo y salía por sus poros, en su respiración apasionada, y volvía a entrar a su cuerpo, recorriendo todo su pecho y atropellando su torrente sanguíneo hasta querer salir.

Esa sangre de lucha jamás hubiera soportado vivir encerrada.

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