domingo, 10 de julio de 2011

Adversidad, un reproche.

Como quien se encuentra en el punto cúlmine de la noche a punto de llorar por la nostalgia, como quien resbala torpemente por los callejones de la melancolía, o como quien advierte la inminente invasión de la desgracia, al sentir un dolor profundo, así, escribe Anselmo estas palabras.

Anselmo ya está grande. Debería haber aprendido que no hay que planificar nada en la vida. Quizá no le falte mucho para entenderlo definitivamente. La prueba más cabal que esgrime como arma es que no hace mucho creyó tener las cosas bajo control. Desde el momento en que decidió cómo sería su futuro, se embarcó en el peor error de su ya prolongadísima vida. Todos saben que no se puede "decidir" el futuro. Se puede prevenir, se puede orientar, pero "decidir" es imposible. Anselmo se creyó curado de todo espanto, se creyó experto, siendo que nunca pensó que viviría tanto. A esta altura del partido, el viejo suponía que ya tenía cierto poder de controlar, cuanto menos, su propia vida. Y qué equivocado estaba.

Cinco años, como si no fueran nada. Cinco años de una forma, en condiciones ideales. Van tres y ni siquiera fueron de esa forma, ni por supuesto se dieron esas condiciones. Pero peor que eso es saber que los próximos dos ya también están fuera de todo alcance, y quizá no sean dos sino uno, o sesenta. Peor es saber que las condiciones son lo más azaroso que pueda existir sobre la tierra, no sólo por depender puramente de la suerte, sino por su inabarcable extensión física y metafísica. Nadie puede entender cómo reaccionará, qué prioridades tendrá, qué estará pensando o qué está a punto de hacer el tipo que tiene al lado, justo en el próximo segundo. Cada instante que pasa, toda planificación se derrumba. Planificar es de vanidoso, de soberbio. Anselmito, no te hubiese cuidado tanto si hubiese sabido de tu vanidad.

Peor es ver que Ricardo, el vecino que Anselmo tiene al lado, carente de toda planificación, enfrentó lo que todos suponían que sería su vida. Y su vida requirió muchas menos calculadoras, menos diagramas y proyecciones, menos brujas y oráculos que la de Anselmo.

Al momento de escribir, Anselmo lo hace con una sola intención: la de quemar su texto al terminar. Pero el viejo falla en planificar. Porque cada vez que quema sus manuscritos, Ricardo, el paciente anciano que vive al lado, acude al escritorio de madera antigua donde Anselmo escribe sus sabias palabras, y sin que nadie lo note, con unas hojas y lápices muy blandos, calca los relieves de la madera que, hundida por la presión del trazo sufrido de Anselmo, conserva escondidos sus textos. Algunos de esos textos son los que llegan hasta aquí, luego de pasar irregularmente por las manos de los vecinos, entre los que Ricardo distribuye pocas copias, sabiendo que si el viejo supiera de sus tramoyas, se colgaría en algún galpón del puerto.

1 comentario:

Darío dijo...

No es fácil hacer un comentario de este texto, está claro, pero me arriesgo:

"Debería haber aprendido que no hay que planificar nada en la vida". Bueno, todavía lo puede aprender.

Los últimos dos párrafos tienen punch: la aparición de un Ricardo en escena.

Beso, titán.