domingo, 4 de abril de 2010

"Aturdido y abrumado"

Resopla, bufe. Es domingo y el vagón está vacío. Sobre el marco de madera de la ventanilla, está apoyado el brazo derecho, y sobre ese antebrazo está apoyada su cabeza, mirando hacia "afuera", ahí abajo, hacia el hueco enorme que hay antes de llegar a Plaza Miserere. El tren está quieto, quizá hay demora, o por ahí se apuró mucho y ahora tiene que hacer tiempo, los domingos a la mañana no hay mucha frecuencia, y no viaja nadie. Él piensa en otra cosa, no le importa cuánto tarde, si no tiene adónde ir.

Todavía no se olvida de la cara que le puso Cecilia al abrir la puerta y verlo entre los ocho que llegaban a la fiesta. Pasó de la sonrisa más hermosa y sincera a la más sencilla mueca de desagrado. Incluso lo evitó sin disimulo al saludar a los otros siete, uno por uno, con un beso en la mejilla. Él se empeñó toda la noche en no incomodarla, pero tratando de encontrar el momento para acercársele y hablarle un poco, aunque fuera para preguntarle, sinceramente, por qué esa actitud para con él.

Se apagan las lámparas del vagón, debe haber algún desperfecto, y sólo le ilumina la cara un tubo de luz blanca lejano del hueco enorme donde se cruzan todas las vías, allí donde está el pequeño taller subterráneo. Siente el olor del azufre, y se acuerda de ella. Esa asociación lo mata... porque la primera vez que le habló fue ahí abajo. Puede que tenga que empezar a viajar en bondi, pero no puede esquivar aquella sensación toda la vida. Alguna vez va a tener que tomar el subte de nuevo, y volverá a sentir esa fragancia de clavel que se le figura al hacer contacto con el olor categórico del azufre. Para peor, es una sensación que lo atrae al mismo nivel que él la rechaza, y esa relación de amor y odio tiende a inclinarse por la debilidad, esa que lo termina volcando a viajar en subte aunque sea para sentir el olor y volver a maquinar.

La misma determinación de bajar los escalones de la boca del subte, de pasar los molinetes después de pasar el boleto, de subirse al vagón vacío y sentarse junto a la ventanilla, bajarla y asomarse; es la que lo hace seguir pensando en ella, porque todas esas pequeñas acciones forman parte del mismo acto. Y él sabe que su confusión está ganando y lo lleva por el camino de la frustración, al mismo tiempo que se acerca a la estación Pasco.

Y sabe que cuando se baje va a estar decidido a olvidarse de esa situación y que se va a ir asumiendo que estuvo mal, va a subir los escalones pensando que igual está pensando en eso, y que la debilidad sigue ganando, y que sigue imponiéndose la frustración. A todo esto ya el tren parte de Sáenz Peña.

Y es en Lima que se convence de que toda la gente que pasa por arriba de su cabeza no está pensando en las mismas cosas, y recuerda que la actividad es lo que debe mantenerlo vivo, que debe salir del pozo, que debe salir del túnel, que debe abandonar ese círculo vicioso que lo encadena al fracaso y que es pura ficción mental, creación de su cerebro aburrido.

Por eso en Perú termina de escribir estas palabras y las arruga estrujando el papel, sabiendo que el trozo de vida que él vuelca en la celulosa será triturado por alguna procesadora de basura cuando recoja la bolsa del tacho público donde él la está arrojando; aunque guarda el mínimo temor a que alguien meta la mano en la bolsa antes que el recolector, que tome este trozo de papel estrujado y permita que las palabras sigan viviendo, como aquel momento en que las escribió, y que ese pedazo de vida que él quería que fuese triturado, siga viviendo, quien sabe, si en esta, mi propia transcripción.

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