sábado, 22 de noviembre de 2014

Anselmo, Cuero y Floreal Ruiz

El silencio de la noche se interrumpe por una breve queja. Parece el sonido de un vinilo húmedo de Floreal Ruiz. Pero no es más que el gemir angustioso de Cuero, el gato viejo de Anselmo. La tibieza de su cuerpo resguarda los pies de aquel pobre y triste nostálgico. Y mientras, sufre. El gato sufre. Quizá sea por ese sexto o séptimo sentido de los felinos. Quizá sea por eso que Cuero entiende por qué Anselmo no ha vuelto a sonreir.

martes, 18 de noviembre de 2014

"Aquel otoño", o "Cómo un gato viejo desenmascaró la falsedad del hombre"

"Un día habrá que ordenar ese viejo baúl apolillado", pensó Anselmo. Como el hombre que está sólo y espera, aguardaba sentado sobre los papeles amarillentos que dicen todo y no parecen decir nada. En eso estaba cuando la vio venir. La vio de reojo, a Nostalgia.

Anselmo se hace el sota con gran maestría. Está muy entrenado en ese infalible arte de seguir como si nada pasara. De vez en cuando, su avejentado gato gris -se llama Cuero- se impacienta al verlo inmutable, y se anima a empujar algún objeto desde la altura para que estalle contra el piso. Sólo ahí advierte la falsedad de Anselmo, que no logra controlar el espasmo de susto y sorpresa y por un instante tensiona todos los músculos de su cuerpo.

Esa tarde Cuero no estaba. Esa tarde de otoño de quién sabe cuándo. El frío del invierno dolía en las manos de los viejos. Llovía como en verano. Y el aroma de jazmines inundaba ese baldío abandonado que linda con la covacha polvorienta de Anselmo. 

Hacía más de un siglo que algunas de esas ventanas no se abrían. La madera ya se había fosilizado, y era todo parte de una misma pieza. Sin bisagras, sin cortinas ni vidrios flojos. Esa vez, Anselmo se animó a romper los cerrojos grises y se vistió de marrón. Asomó la nariz y despejó su mirada anquilosada hacia la calle. Repasó toda la cuadra, fijándose en cada detalle. Pudo haber estado días enteros antes de llegar con sus ojos a la esquina. Pero sólo tardó algunas horas en abarcar esos ochentaitantos metros que componen su cuadra. 

Vio el descampado y se convenció de que debía estar allí esa noche. Aunque más no fuera para permanecer. Para contemplar o ser contemplado. Y fue. Bajó las escaleras y disfrutó de cada crujido que la madera podrida gritaba a su paso. Llegó hasta la puerta y la desgarró como pudo. Pasó el umbral y sintió el aire frío que atacaba sus orejas. 

Ahí parado, inmóvil, seguía pensando. En su cabeza existe toda una dimensión de tiempo y espacio que nada tiene que ver con lo que transcurre ahí afuera. Nadie sabe cuánto tiempo estuvo quieto. Un afilador que pasó en bicicleta declaró que había pasado una semana antes y él ya estaba ahí. La vieja de al lado dice que en esa casa no vive ningún Anselmo.

Cuando se le agarrotaron las manos, volvió a entrar. Se envolvió en algo de lana y tomó el baúl por una de sus manijas de hierro del costado. Lo arrastró trabajosamente afuera. Era la primera vez que lo sacaba de ahí adentro. Ahora todos los papeles quedarían expuestos. Cuando llegó al baldío, quiso sentarse a escribir, pero ya no sentía los brazos. Tantos años de volcar cicatrices, propias y ajenas, dentro de ese viejo baúl apolillado, habían terminado por componer una historia.

Empujó un lápiz sin punta, dio vuelta una hoja que ya había sido escrita y escupió algunos garabatos. En eso estaba. Sentado sobre una montaña amarillenta de papeles. En eso estaba cuando la vio venir. Sin levantar la vista del papel donde creía estar escribiendo. Sin dejar de hacerse el sota. Separó los labios resecos, que tironearon un poco después de tantos años de estar cerrados. Casi sin inmutarse, atrapó una bocanada de aire que fue derecho al pecho, la dejó ir, y su voz crujió:

-¿Cómo es eso de mirarse al espejo y saber que ya no sos?

lunes, 17 de noviembre de 2014

Identità

Anselmo es en sí mismo una metáfora. Todos lo somos. Pero él lo sabe.
Sabe que forma parte de un todo, de un algo indescifrable cuya música es indeleble.

Aprendió palabras, de muy chico. Se obsesionó con ellas, e intentó entenderlas, estudiarlas, destruirlas y sintetizarlas otra vez. Pero nunca logró hacerlas suyas.

Nunca entendió por qué no siente todo aquello que lee y escribe, por qué todos esos papeles amarillentos que se mojan con la lluvia cada vez que busca la tormenta en su ventana no dicen nada verdaderamente de él.

Nunca entendió por qué todo eso que siente, todo eso que sufre y todo el dolor en que se regodea, todo eso que contempla con amor y paciencia, no tiene ningún nombre ni palabra que lo defina o que lo explique.

Anselmo es una metáfora.

Es una semilla que nunca va a germinar, un árbol viejo que ya murió. Es el viento seco que arrastra polvo y hojarasca. Es la lonja viva de un tambor que se calienta al fuego antes de salir a vibrar cuero en pleno carnaval. Es esa luz amarillenta que un farol porteño desparrama sobre los adoquines del barrio profundo de La Boca. Es el acorde de una guitarra en una milonga de hace un siglo.

Es el crujir en la madera de un bandoneón reparado una y mil veces y que sigue gimiendo tangos desde un banquito de plaza en pleno invierno. Es la sal que invade todo el embarcadero, en ese puertito olvidado de un caserío costero de la provincia de Buenos Aires. Es la pólvora y los residuos de metal que acarician la mano de algún asesino después de disparar su revólver. Es el maullido de un gato que se recuesta sobre una medianera a esperar que salga el sol.

Es la lágrima de ese purrete que siente que el mundo se acaba si no la vuelve a ver. Y es ese purrete también.

Todo eso. Todo eso y nada.
Todo eso y nada.
Nada.
Es Anselmito.
Y esa es su contradicción.